domingo, 2 de mayo de 2010

El error Berenguel

No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de El Ejido seencuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguel no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguel, sino más bien lo
contrario -que Berenguel es del error, que Berenguel es un error-. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de El Ejido, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.

Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico. Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el Alcalde en funciones ni ninguno de sus concejales han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Berenguel, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación de los obreros de ELSUR no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa. Las llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una en fermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente» exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.

Es probable también que la labor del señor Viseras para retener la ruina de la agricultura merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro campo. Creo que, por desgracia, no es la agricultura lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española -nótese bien, de la española-. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Viseras ha sido el Cid del tomate. Tanto mejor para El Ejido, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto me jor se verá el error que es.

Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguel. La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por el PAL de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son... los normales.

Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha hartado de ser sencillo. Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: El Ejido, un municipio de sobre noventa mil habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante diecinueve años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que
nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los ejidenses minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestro Gobierno del PAL en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es
más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a El Ejido y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que el Gobierno del PAL no ha matado; pero eso, precisamente eso -creer que el derecho se reduce a no asesinar-, es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes.

El Gobierno del PAL ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida ejidense en que el Gobierno del PAL no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas ejidenses. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los munícipes y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves del Gobierno del PAL. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que el Gobierno del PAL fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.

Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguel, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los noventa mil hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante diecinueve años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos ejidenses y
de este El Ejido.

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción. El Estado tradicional, es decir, la Democracia, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los ejidenses. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, -y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación-, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Democracia piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Democrácia, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde 1981, la Democracia no ha hecho más que especular sobre los vicios ejidenses, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad.

La frase que en los edificios de la administración ejidense se ha repetido más veces ésta: «¡En El Ejido no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos cien años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es unhecho. He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguel. Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia murgitana de los diecinueve años de Gobierno del PAL. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre El Ejido posee el Régimen actual, está esa de que los ejidenses se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios -función suprema y como sacramental de la convivencia civil- con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia municipal.
Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguel. Al cabo de seis meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue el Gobierno del PAL. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas -las cuentas de vidrio perpetuas-, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de El Ejido empieza ahora, precisamente ahora, y no hace seis meses. El Ejido se toma siempre tiempo, el suyo.

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la corrupción fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la corrupción. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la corrupción fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los ejidenses se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Municipio ejidense. ¡Ejidenses: reconstruid vuestro Municipio!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los noventa mil ejidenses estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un asesor amnistiado. Este es el error Berenguel de que la historia hablará.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Ejidenses, vuestro Municipio no existe! ¡Reconstruidlo!

Delenda est Alcaldía.- Regeneración Democrática

Con admiración y respeto a D. José Ortega y Gasset, El error Berenguer (El Sol, 15/XI/30)